Alimentación ecológica, de proximidad y baja en carne y pescado para reducir la dependencia energética en tiempos de guerra (y no solo).
Autores: Eduardo Aguilera, Gloria Guzmán, Joan Moranta y Sebastián Villasante.
Desde la Agencia Internacional de la Energía, la Unión Europea y el Gobierno se llama a la población a bajar el termostato para ahorrar gas, porque Europa depende del gas ruso y solo se puede prescindir de él (o reducirlo) si se reduce el consumo, porque a corto plazo no hay suministradores ni fuentes de energía alternativos. A medio y largo plazo, aunque no se dice, probablemente tampoco sean viables estos niveles de consumo energético ni siquiera contando con Rusia o con energías renovables. Porque el presente shock económico coyuntural causado por la guerra está mostrando las consecuencias de la dependencia de los combustibles fósiles, de los materiales y del comercio global, pero esto solo es un aviso de lo que va a suceder a medida que avanza un problema más estructural, el proceso de declive de los combustibles fósiles y otros recursos no renovables.
Pero el uso directo de gas y petróleo como el que se hace al poner la calefacción no es la única forma en la que consumimos estos combustibles. Toda la economía depende de ellos, incluyendo, de manera crucial, la alimentación. Comemos combustibles fósiles, porque con ellos se fabrican los insumos que se usan en la agricultura, la pesca y la acuicultura: gas natural para fertilizantes sintéticos nitrogenados, petróleo para pesticidas, electricidad, plásticos, gasoil, etc. La subida de precios del gas natural ya había afectado a la producción y suministro de fertilizantes y piensos antes de que comenzase el conflicto, con consecuencias inciertas sobre la producción agrícola, ganadera y de productos del mar en esta campaña. Siendo Rusia uno de los principales productores de fertilizantes, el conflicto actual no puede sino agravar este problema. La situación en el mar no es mejor. Por un lado, algunas granjas acuícolas son intensivas en la demanda de electricidad para su producción, además de requerir el uso de combustibles para vehículos dentro de las granjas, las embarcaciones y el transporte de pescado a los mercados. Por otro lado, el petróleo mueve los barcos que recorren los océanos del mundo capturando el pescado que consumimos. Así, la huella ecológica de la pesca es cada vez mayor, de tal forma que el 55% de la superficie de los océanos se explota de manera industrial, a pesar de que proporciona solo el 1,2% de la producción calórica global para el consumo humano. Para poder seguir satisfaciendo las necesidades de consumo de pescado, las flotas cada vez tienen que desplazarse más lejos y pescar en zonas más profundas (particularmente en el caso de Europa y España), la porción de océano que hace falta para cubrir los requerimientos de producción primaria necesaria para mantener la producción de alimento es cada vez mayor, las exportaciones en el mercado global se incrementan año tras año y, en definitiva, los alimentos se obtienen cada vez más lejos de donde se consumen. El consumo de pescado en España es altamente dependiente de las capturas que realiza la flota española industrial en aguas de terceros países en virtud de los acuerdos bilaterales de pesca de la UE y del establecimiento de sociedades mixtas a través de acuerdos privados. De hecho, la autosuficiencia de pescado permite abastecernos de pescado capturado en aguas de jurisdicción española solo durante cinco meses al año. El resto del año nos alimentamos a expensas de la sobreexplotación de los recursos de países lejanos, principalmente de África y en América Latina, repercutiendo negativamente sobre la pesca artesanal local con graves consecuencias sociales y de seguridad alimentaria y obligando a muchos pescadores artesanales a la emigración por la pérdida de sus fuentes de ingreso, condiciones de vida y cultura tradicional.
Además de la energía consumida en la producción primaria, nuestra alimentación se basa en el uso de grandes cantidades de energía para el procesado, envasado, distribución, comercialización y preparación de los alimentos. Cabe destacar el transporte por su elevado consumo energético y por basarse casi en exclusiva en el petróleo, que mueve el comercio global que abastece de piensos a la ganadería industrial y a la acuicultura y que lleva nuestras producciones a mercados lejanos. Así, aunque compremos carne y pescado local, si proviene de macrogranjas (incluida la acuicultura intensiva) estamos comprando también grandes cantidades de pienso importado proveniente de orillas del Mar Negro o del otro lado del Atlántico, donde su cultivo causa grandes impactos asociados a la deforestación, por ejemplo de las selvas amazónicas. Los episodios de desabastecimiento por la reciente huelga de transportistas muestran la vulnerabilidad que supone depender de largas cadenas de suministro. Estos días nos ha quedado claro también que el sistema agroalimentario español es dependiente no sólo de los derivados del petróleo, sino también de productos agropecuarios provenientes de la zona de conflicto: sobre todo maíz, con casi 3 millones de toneladas importadas en 2020 (una quinta parte del consumo nacional de este grano) y aceite de girasol (la mitad del consumo), y también torta de girasol y colza, trigo, o guisantes. En este contexto, se ha reabierto el debate de la soberanía alimentaria, con llamamientos a lograr la autosuficiencia de alimentos mediante una transición agroecológica, lo que se ha demostrado biofísicamente viable y ambientalmente deseable a nivel europeo. Sin embargo, otras propuestas incluyen la intensificación de la agricultura y la relajación de las normas ambientales del comercio para lograr el abastecimiento de alimentos y piensos. En respuesta, un grupo de investigadoras e investigadores llama a la Unión Europea a poner el énfasis en la desigualdad, la salud y la sostenibilidad: argumentan que la inseguridad alimentaria se debe a la injusta distribución de la producción, no a una escasez de ésta, porque gran parte de la producción agraria se destina a piensos en lugar de comida, o se acaba desperdiciando. Las soluciones deben pasar por unas dietas más saludables y sostenibles en el largo plazo.
Por tanto, si queremos reducir la dependencia del gas y petróleo ruso, y de las materias primas de Ucrania cuyo suministro está en entredicho, no basta con bajar el termostato de la caldera, también hay que bajar el de la comida. Para ello tenemos una diversidad de alternativas cuyo despliegue, además, tendría grandes beneficios para nuestra salud y para la sostenibilidad. La manera más directa que tenemos de reducir el uso de energía de nuestra alimentación es consumir menos alimentos reduciendo el desperdicio. Todos los alimentos que acaban en la basura han requerido de grandes cantidades de energía y otros recursos cuyo uso podría ser evitado con esta sencilla medida. También podemos optar por alimentos locales en lugar de alimentos kilométricos. Los Sistemas Agroalimentarios Locales de base Agroecológica (SALbAs) y la Pesca Costera de Pequeña Escala, pueden reducir drásticamente la energía usada en el transporte. Además, consumiendo productos frescos de temporada y a granel, ahorramos en uso de plásticos para invernaderos y envases y de energía para su almacenamiento, procesado, congelado y empaquetado. En cuanto al consumo de gas natural, podemos asegurar que nuestra comida está libre de este combustible fósil si elegimos productos de agricultura ecológica, en la que se prohíbe el uso de fertilizantes sintéticos. De paso, estaríamos evitando el uso de petróleo para producir pesticidas, también prohibidos en este tipo de manejo. La agricultura ecológica no solo reduce la energía asociada a la producción de alimentos, sino también las emisiones de gases de efecto invernadero y la degradación del suelo, y promueve la biodiversidad y el empleo rural. De manera más específica, pueden promoverse prácticas agroecológicas como el cultivo de leguminosas, las cubiertas vegetales o el compostaje de residuos, que contribuyen a reducir la dependencia de los fertilizantes. Otra manera algo más indirecta, aunque de mayor calado, de disminuir la dependencia energética y territorial de nuestra alimentación, es reducir el consumo de alimentos de origen animal, porque estos alimentos necesitan más energía y territorio y los niveles actuales de consumo nos obligan a importar. Junto con esta reducción, podemos elegir productos de la ganadería y acuicultura extensiva y pesca costera de pequeña escala. Con la ganadería extensiva estaríamos ahorrando energía, sobre todo del transporte y producción de piensos, y al mismo tiempo contribuyendo a la prevención de incendios y a generar empleo rural. También podemos optar por productos de la acuicultura extensiva o acuicultura multitrófica integrada, con especies de niveles tróficos inferiores, principalmente especies filtradoras como el mejillón, ya que éstas maximizan la eficiencia energética de la cadena alimenticia. Del mismo modo, optando por el consumo de productos de la pesca costera de pequeña escala estamos reduciendo las emisiones asociadas a la pesca y la dependencia que tenemos actualmente de caladeros lejanos, reforzando el tejido social de las comunidades pesqueras locales, y contribuyendo a generar empleo para las generaciones jóvenes.
Como decíamos al principio, el impacto actual de esta dependencia es coyuntural, pero el problema es estructural. Las acciones que proponemos abordan el problema energético desde esta perspectiva, incluyendo también el resto de los grandes retos de sostenibilidad de la alimentación. Por tanto, actuar ahora en estas líneas de manera decidida, y desde todos los niveles (desde el individual a las políticas públicas) serviría al mismo tiempo para afrontar los duros momentos que vivimos por la guerra actual y para blindar el sistema agroalimentario frente a los efectos de la escasez de recursos y el cambio global que se irán agravando en los próximos años.